Con la almohada aún tajeándole la
cara y los párpados entumecidos a pesar del agua fría del reciente lavado de
cara fue a la cocina, cargó la pava y la puso sobre la hornalla encendida.
De la repisa tomó la calabaza, le
repasó el interior con el dedo (por si algún insecto hubiera decidido pernoctar
en su interior) y la cargó con yerba del paquete, tres cuartas partes de su
capacidad. Tapó el mate con la palma de la mano, lo invirtió y lo agitó unos
pocos segundos. Con cuidado lo enderezó, acomodó la yerba contra uno de los costados
y la aplastó con su dedo.
En la parte más vacía vertió un
poco del agua aún tibia. Dejó que se absorbiera dos o tres minutos y buscó la
bombilla. Tapando la boquilla con el pulgar, la hundió en la parte húmeda de la
yerba. El agua de la pava ya hacía gorgoritos, indicio certero de que ya estaba
a la temperatura ideal.
Llegaba al momento cúlmine.
Mientras disfrutaba del aroma de la yerba aún seca pensaba en cuántas veces en
su vida había repetido esa escena que, para nada, era una rutina. ¿Cuántos de
sus vecinos estarían en ese exacto momento haciendo lo mismo? No, la italiana
de enfrente no, ella no toma mate; ella se lo pierde. Pero, en el resto del
país, en Uruguay, en Paraguay, en el sur de Brasil, en el resto del mundo donde
hubiere rioplantenses o materos, ¿cuántos iniciarían su día con esa ceremonia?
En tanto, siguió con el rito. Con
la palma de la mano hacia arriba tomó la pava. Tres dedos por dentro de la
manija, el meñique por fuera, para empujar la pava con él y hacer que el chorro
de agua, finito, cayera suavemente sobre el cuerpo de la bombilla un par de
centímetros más arriba de su encuentro con la yerba.
Despacito, como invita el mate, sorbió
y saboreó segmentadamente eso que lo reconfortaba, que lo unía a tantos otros
materos, que lo despabilaba y ponía en funcionamiento su metabolismo. Ya
vendrían las tostadas, las galletitas, el dulce y la manteca. Pero esos no eran
parte del ritual de cada mañana, de cada tarde. Apenas si su complemento.
Por la ventana vio dos horneros picotear
entre la gramilla las semillas del fresno. Por la vereda una chica caminaba y
hablaba, seguro, a través de su teléfono manos libres. En sentido contrario una
pareja caminaba también con rumbo decidido. Sonriente, el llevaba un termo contra
el pecho, sujeto con la mano. A ella un mate caliente le dibujaba el gozo en la
expresión. Se hablaban y en el ir y venir del mate se cruzaban las miradas, los
pensamientos, el sentimiento.
Se cebó otro
mate, vio humear la chimenea del vecino y tuvo la certeza de que sobre la
salamandra a leña otra pava se estaba calentando. Entonces, ventana y pared de
por medio, supo que no estaba solo mientras tomaba mate. “Somos una red social”,
se dijo, cambiando de lugar la bombilla y se cebándose otro amargo.
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13 jul 19