Muchos de mis mates –calabazas casi
en su totalidad- tienen sus historias. El más pequeño de ellos nació de una planta
trepada a un alambrado medianero en la esquina de Cantilo y 28. Mate ciento por
ciento citybellino y por eso lo quiero tanto. Luego prefiero las calabazas boconas,
con vuelo, que permiten ensillar el mate usando la yerba de a poquito, sin mojarla
toda de entrada.
Pero está también, ya radiada de servicio, la que a modo de
despedida me obsequiara Walter Bengoa –“Peña”, para los
conocidos- que lo venía acompañando desde su partida de Uruguay años ha,
tocando cada uno de los puertos terrestres por los que lo llevó la vida hasta
arrimarlo a City Bell. Cuando volvió a cruzar el charco para encarar el
último tramo de su peregrinaje me lo legó rebosante de afecto, historias,
generosidad.
Tengo también el mate de lata que fuera mi compañero en la
conscripción. Fríos, soledades, angustias quedaron para siempre en su interior
y quiero conservarlo por lo mucho que le debo.
Tengo mis pavas, también. Aquella que puso calor a mis días de
comerciante y la más nueva: una curiosa pava de arriero, de apenas medio litro
de capacidad, hecha de chapa galvanizada y que se aquerenció entre mis
preferencias materas en el último tiempo. En medio de una y otra, las de cobre
y de bronce y las “colectivas”: calderas de cinco litros o un poco más que
válgame Dios si tuviera que cebar con ellas.