En los últimos tiempos -unos pocos años, que no sabría cuantificar- el mate vino ganando terreno entre nosotros a pesar de ser una de las más viejas costumbres y tradiciones argentinas. Ya sea porque el mercado capitalista vio una veta que no estaba explotando, o porque ante tanta invasión el instinto de supervivencia de nuestro ser intrínseco siente la necesidad de volver a las fuentes, resulta claro a simple vista que nuestra querida infusión se ha ganado un lugar en rincones antes insospechados.
Hoy no es raro ver personas caminando por las calles abrazadas al termo y la calabaza, al más puro estilo uruguayo. Como nunca, se empieza a hablar de las virtudes de la yerba mate para la salud del organismo. Poco a poco van apareciendo marcas desconocidas de yerba en los supermercados y las almacenes que nada tienen que envidiarle por sabor y calidad a las grandes marcas que por décadas dominaron la oferta comercial.
Lo que quisiéramos compartir desde este espacio es la otra parte del mate, esa que no es ni la yerba ni el agua ni la bombilla ni el recipiente, pero que para descubrirla hace falta consumir unos cuantos litros de mate, largas horas de charla amistosa, de calabaza entre las manos, de chorrito de agua cayendo desde la pava sobre la bombilla para generar aromática espuma sobre la yerba.
Duende, espíritu, alma, misterio, ritual... Ponele el nombre que gustes. Pero de eso se trata el mate: no basta con una buena yerba, un agua a la temperatura ideal y un mate ensillado. Hace falta eso otro, que se lo tenés que descubrir vos...