Allí,
disimulado entre casi un centenar de mates casi todos de calabaza, asoma su
manijita curva mi mate de la colimba. Típico mate jarrito de chapa esmaltada,
medio panzoncito, color marrón y como granulado, “picao de viruela”, diría el tango.
Con
muy poco uso –por fortuna- fue una de mis grandes y escasas adquisiciones
durante los casi nueve meses entre 1979 y 1980 en que estuve bajo bandera. Me
había tocado como destino ser encargado de uno de los dos parques automotores de
la Compañía B del entonces B. Com. Cdo. 601, actual Agr. Com. 601 de City Bell
y ese puesto me otorgaba lo que todo conscripto anhelaba: un lugarcito casi propio
donde estar, donde tener sus pertenencias a salvo y sentirse alguien por lo
menos por un rato en ese mundo verde oliva donde todo lo que se mueve se saluda,
todo lo que está quieto se pinta.
Anecdotario
aparte –un ex soldado se entusiasma y sobrelimita rememorando momentos que a
nadie más que a él le interesan-, el matecito en cuestión formó parte ese
tiempo en que no fui parte de la tropa en general, porque por razones que no
vienen al caso, meses después pedí pasar a ser parte del montón: guardia día
por medio y salir franco cada 48 horas.
Lo había
comprado en la cantina del Batallón, esa especie de kiosco-almacén-bar que
regenteaba el Gallego Fernández (¿o
García?) junto a sus hijos. El mismo que aplicaba precios sin anestesia sobre
productos sin cualidad; el que cuando uno se quejaba de la calidad o la
cantidad del salame del sándwich recomendaba ir a comprarle “al de enfrente”, a sabiendas de que no
había otro que él dentro de la unidad militar de la cual, por lo demás, uno no
podía salir.
Así fue que un
día le compré el matecito de lata que fue mi compañero de descansos y noches
alertas. Sin pensarlo fue mi confidente en un breve interregno de mi vida
indeseado pero aceptado. Junto con él había comprado una mínima bombilla de
hojalata, de esas con un cilindro con ranuras que sirve de filtro y que va
sujeto con un tornillo tanque en el extremo inferior. No recuerdo qué destino
tuvo, pero es muy posible que haya sido abducida por manos ajenas.
Mi “búnker” no era más que un rincón del
galpón que oficiaba de cochera de los vehículos de la Compañía B, delimitado a
la vez por dos muebles batallados por los años y las angustias de reclutas
precedentes, donde podía encontrar tres o cuatro ejemplares de Dartagnan, Nipppur de Lagash y algún otro título semejante. Un paraíso para
cualquier colimba, excepto cuando algún suboficial lo visitaba con intenciones
de no ser encontrado o de que se le ceben buenos mates.
La yerba era
todo un tema. El Gallego vendía
alguna marca conocida de la época –posiblemente Taragüí- inalcanzable por el precio, y otra de esas para el olvido
pero más accesible para el ralo bolsillo del conscripto. Lo cierto es que el paquete
se vaciaba más por “prestarlo” que por cebarlo y por lo general era algún cabo o
cabo 1º quien frecuentaba el parque automotor en busca de la infusión. Alguna
vez, en una fría madrugada de guardia, el mate que debía cebarle al Cabo de
Cuarto era ya impresentable y ante la realidad de que no había yerba para
cambiarla, su respuesta fue: “Ese es
problema suyo, soldado. Haga que el mate tenga espuma”. Me fui afuera y
regresé con un mate rebosante de burbujas; había conseguido generar bastante
saliva en mi boca para remendar la infusión.
De esas cosas y
muchas otras fue testigo directo mi mate de la Patria, jarrito picado de
viruela. Fe valiente aquella noche en que todo se iluminó con luces de bengala,
tableteaban los fales y las 9 mm del otro lado de la pared y las ratas corrían por
los tirantes donde se despertaban y revoloteaban los murciélagos. Él y yo con
un cuchillo desafilado como único arma. Rato después supimos que se trataba de
un simulacro de copamiento del cuartel, pero el susto no nos lo sacaba nadie.
Con tantas historias
como esa, ¿cómo dejar al recluta matero clase 1960, olvidado entre camiones,
jeeps y baterías viejas? Conmigo salió por última vez una tarde por Puesto 1.
Pasó a reserva, como yo. No recuerdo si volví a cebarlo alguna otra vez; no
sería mala idea hacerlo: tengo algunos recuerdos de aquel año ’79 para compartir
con él.